El argentino medio, ese engranaje fundamental del adelanto de nuestra Patria, tiene el coraje de bancarse su ingenuidad, a pesar del cinismo circundante.
Y no es que no tenga otro remedio, seguro que no.
Abriga la profunda convicción del que conoce la grandeza del destino que le aguarda, a pesar de las señales en contrario que le dan los mediocres derrotados por vaya a saber qué guerra.
Siempre encuentra alguien que intenta convencerlo de abandonar ideales, de sumirse en el abandono cívico, de dejar que otros le busquen un futuro, porque, total, no vale la pena.
Sin embargo, se mantiene fuerte.
Cada desencuentro con el paradigma del progreso le refuerza en su propósito; cada revés es un acicate para levantarse, irguiendo aún más su mítica estatura de hombre común.
No podría explicarse de otra manera las bonanzas de nuestro suelo, que parece crecer por la noche, recuperándose del maltrato al que le someten los políticos ímprobos, los deshonestos funcionales, los corruptos estructurales.
La gente buena es mucha, mucha más.
Pero, como hablamos de ingenuidad y la misma parece tener una carga peyorativa, propongo divorciarla de la asociación con la estupidez y enfocarla desde un nuevo punto de vista.
Todos sabemos que la política es, al menos, obscura.
También tenemos claro que desde la soledad no se cambian las cosas que funcionan mal.
Pero, preferimos mantener, a priori, una actitud sana, de respeto por las reglas, por los otros, por la tierra, por la vida.
Seguimos educando a nuestros hijos con valores que sonarían depauperados, si nos atuviéramos al mensaje de los piolas, los cínicos, los tomadores de atajos.
¿Por qué lo hacemos?
¿Es por no darnos cuenta?
Seguro que no.
Esta repetición de modelos aparentemente anacrónicos responde a la profunda convicción de que el camino bueno es uno solo.
Si juzgásemos la realidad desde algunos emergentes coyunturales, como un millonario malcriado que está de novio con las cámaras; o un mediocre playboy que devino en político a fuerza de empujar con su dinero; o un gremialista que se esconde en un auto de lujo con vidrios polarizados, mientras sus representados se ven obligados a reverenciarlo desde su pobreza maquillada con dudosas conquistas sociales; o una conductora de televisión, festejada como diva, cuando su ignorancia disfrazada de desparpajo le hace ver “divina”, a pesar de su flagrante avejentada tilinguería…, bueno, estaríamos perdidos.
Pero, también estuvieron Roque Pérez, Lisandro de la Torre, Alfredo Palacios, Sarmiento, Alberdi, Belgrano, Moreno, San Martín, Favaloro…y podríamos seguir así, hasta agotar la paciencia, pero no la lista.
Y eran hombres comunes: hombres medios.
Y su ingenuidad no era otra cosa que ideales en acción.
Esa mal llamada ingenuidad que motorizó todas las grandes cosas de que fuimos, fueron y somos capaces.
No es ingenuo el que trabaja para ganar su pan; ni el que estudia con sacrificio; ni el que respeta al prójimo; ni el que piensa que hay causas que ameritan sacrificio; ni el que respeta la ciencia y el saber por sobre el dinero y el poder; ni el que milita en un partido político, a sabiendas de que la estructura de dicho partido le impedirá crecer demasiado; ni el que hace filantropía, sin hacer publicidad; ni el que se emociona hasta las lágrimas frente a la pureza de la infancia ; ni el que todavía se indigna cuando se falta el respeto a un anciano; ni el que evita ensuciar la calle; ni el que evita estacionar mal; ni el que dice por favor, gracias, de nada; ni el que sonríe…
No son ingenuos.
Son valientes con los que uno se animaría a construir un futuro venturoso.
El argentino medio no es ese estereotipo de vivillo ventajero, estafador y desconsiderado.
Es, a todas luces, aquel amigo que me entiende, me acompaña en mis sueños, me alienta cuando se asoma mi cansancio y me permite seguir creyendo.
Con él, me animo a buscar un destino de igualdad, de libertad, de fraternidad.
Con él, honro a la ciencia, a la justicia y al trabajo.
Con él se puede.
Vayan mis respetos para su valiente ingenuidad.