Martin Bermudez Opiniones y Dudas

jueves, diciembre 02, 2010

El vigilante bueno y el policía malo. Entre el cielo y el infierno.

Ligeramente panzón, con una sonrisa sempiterna, el vigilante de la esquina nos conocía. Y cuando llegaba fin de año, la gente le llevaba regalos, porque era parte del barrio, de la cuadra, la esquina y la vida. Era un hombre respetado….y los chicos fantaseaban con ser policías. La delincuencia era menos violenta, no estaba la droga exacerbando la sangre hasta el paroxismo de la muerte inútil. Pero las cosas cambiaron. Hoy casi nadie mira a un policía con confianza, producto del descrédito en que ha caído la fuerza, merced a la corrupción inocultable, imparable, deplorable. Pero, no todos son así. Si bien es cierto que hasta el más bueno de los agentes siempre se acerca a prácticas de cuasi mendicidad, en las que las “pizzas gratis” configuran un paradigma de muzzarella, hambre y sueldos magros, también lo es que no todos son ladrones, secuestradores o cómplices de piratas del asfalto. Pero la sociedad rechaza a la policía, la quiere lejos, no quieren verla, ni tratarla. Rechazo puro y duro, que por supuesto, genera resentimiento en las fuerzas de seguridad: hay un sentimiento de ingratitud. Nadie respeta a la institución policial. Nosotros mismos vamos encerrando a todos los miembros de la fuerza en un esquema perverso: deben defendernos, pero aceptar nuestra repulsa. El viejo vigilante de la esquina ya está jubilado y sufre, cuando no termina herido o muerto a manos de una delincuencia nueva, irreverente, que mata porque sí. Los chalecos antibalas les quedan grandes, les impiden moverse, y dejan, literalmente, entrar las balas. Los equipos de comunicación son obsoletos y, muchas veces, ellos se salvan porque tienen teléfono celular. Los patrulleros están rotos, sin luces, sin repuestos, sin combustible. Y los políticos anuncian estupideces, teorizan, pierden el rumbo, no saben liderarlos…y compran más patrulleros, que en poco tiempo estarán tan deteriorados como los existentes. Y las comisarías huelen mal, están viejas, despintadas, incomodas. Y ellos, los que salen a jugar la vida en cada cuadra, van perdiendo el respeto de toda la sociedad y se frustran, viendo que sus hijos pequeños, que aún los admiran, en poco tiempo serán adolecentes y pasarán a integrar las filas de los avergonzados de tener un padre que eligió una profesión injusta, viviendo en barrios modestos, galgueando para llegar a fin de mes, sufriendo un horizonte de prosperidad y desarrollo negados, por una hipocresía social y política que los condena a la pobreza. No debemos engañarnos: ellos son consecuencias; la causa del despropósito son los políticos…y nosotros. Yo quiero otra policía. Una que tengan hombres bien equipados, bien instruidos, bien formados, bien remunerados. Yo quiero que un policía me cuide a mí y a mi familia, pero que sienta que le reconozco su cotidiano heroísmo. Yo quiero que llegue a fin de mes y pueda comprar una casa y un lindo auto. Yo quiero que pueda pagar los estudios de sus hijos; que sus hijos puedan elegir. Quiero, también, que esos mismos hijos estén orgullosos, al punto de pensar en seguir la misma carrera que su padre, pero no porque no hay otra salida. Y no quiero verlos como una lacra, ni que así se sientan. Quiero que recuperen el orgullo y la dignidad. Pero, para eso, también quiero que los corruptos vayan presos, que la diferencia se note, que no sea lo mismo, que termine el “cambalache”. Por supuesto Usted, querido lector, reaccionará frente a este artículo como quiera y esgrimirá razones de peso para decirme que soy un ingenuo. Pero no es ingenuidad, sino coraje, lo que anima mi reflexión. Cuando los políticos son probos, no queda lugar para la corrupción policial.


 
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