Para patear sus políticos culos.
Una de las innumerables ventajas de la democracia es la finitud de los mandatos. Tonto consuelo, quizás, pero el único que queda cuando el desaliento cívico sustituye al optimismo inicial de toda vez que cambia de manos el poder político. Luego de la vuelta a la Constitución en la Argentina, ocurrieron algunos casos interesantes de repudio público, en que cuando entraba un ex represor en un restaurante la gente se paraba y exigía que dicho señor abandonara el local o en caso contrario lo abandonarían ellos. Interesante iniciativa dictada por ese fondo de pudor que aún le queda hasta al más indiferente de los ciudadanos. Luego vino el recuperar la calle realizando protestas y/o manifestaciones, en una especie de euforia que agregaba al fondo genuino del malestar del pueblo la inmensa sorpresa de no ser reprimidos. Fiesta de la democracia. A continuación, la anestesia del aparente poder económico; percepción reforzada por el hecho de poder viajar por el mundo gastando pesos gemelitos al poderoso dólar y dando muestras de la prepotencia y el mal gusto al que puede llegar un nuevo rico convencido de que al fin el destino lo enfrenta a sus verdaderos merecimientos. Los milagros no se cuestionan, aunque la desproporción de la limosna hubiera hecho desconfiar al mismísimo santo de Asís. Una vez superados los efectos del fármaco-milagro-económico y frente a la evidencia del derrumbe de nuestra ilusión de glamorosos, millonarios, sexis, poderosos, legítimos usufructuarios de vacaciones en Punta del Este y Miami…el horror: no había quedado un mango. Nos habíamos gastado todo en la fiesta auspiciada por un señor que vestía con mal gusto, se rodeaba de oscuros funcionarios portadores de una historia turbia y minimizaba los titulares que denunciaban corrupción. Breve fue la transición hacia el derrumbe mientras se comía sushi para validar la pertenencia al establishment y la cara de la miseria estructural nos miró a los ojos. Que se vayan todos. Pero, un travestismo acelerado permitió el reciclado de todos los gatopardos de la política vernácula, convirtiendo al pueblo en percusionista de ollas vacías por fuerza mayor. Corralitos, corralones, pasaportes y huída hacia destinos de promisión incierta, pero mejores que esperar un milagro que nos permitiera volver atrás el descalabro de una década de vacaciones irresponsables financiadas con la estabilidad de nuestros hijos. Disposición irrestricta a trabajar de camareros, pintores, plomeros o cualquier oficio que hubieran rechazado en casa, pero el primer mundo estaba dispuesto a pagar. De Gardel a sudaca. No tenemos término medio. A todo esto: ¿Dónde estaban los ex, actuales, futuros funcionarios? No en el horno, por cierto. Mientras disfrutaban de sus jubilaciones de privilegio y sus fortunas de orígenes cuestionables, preparaban el regreso. Raros peinados nuevos, discursos progre, caras de preocupación practicadas frente al espejo, cambio de mapas del poder y…otra vez arroz. Setentistas reciclados en noventistas, convertidos en hombres del milenio sensible. Radicalismo evanescente, peronismo corriendo por los tirantes para alinearse tras el nuevo líder impuesto por otro líder, socialismo impotente…pero ninguno en Ezeiza, dispuesto aunque fuese a huir, como hubiese hecho cualquier delincuente con algo de decencia o conciencia de su condición; ni en Retiro, esperando un transporte para diluirse en un exilio provinciano que le permitiera buscar la anomia final del incapaz. ¿Podremos ejercer alguna vez nuestro legítimo derecho a la memoria? Una frase del autor español Manuel Vázquez Montalbán me pone en la pista, al leer su libro “Sabotaje olímpico”: Con los ministros más represivos no se ha de conversar, hay que esperar que caigan, recuperen la condición de ciudadanos inseguros, cometan la demagógica torpeza de viajar en metro y entonces pegarles una patada en el culo en la primera ocasión que se presente. Pero, no se haga Usted ilusiones. No podrá patearles el culo porque no viajarán en metro, quedarán tras las verjas de sus costosas casas, en un barrio privado que probablemente les pertenezca en su casi totalidad, como también la empresa de seguridad que les custodia y el auto blindado en que se desplazan hacia el aeropuerto, pero no para huir, sino para tomar vacaciones en destinos turísticos que nunca, pero nunca, tendrán a su alcance los que se quedan a reparar los daños de una república diezmada por la incuria de una clase política execrable, salvo en muy raras excepciones. Para mí, más allá de la metáfora, patear un culo sigue siendo violencia, pura y dura y, de todas formas, no hay zapato que soporte dar tantas patadas. Algo puedo hacer todavía: evitarles a mis hijos la futura compulsión a la pateadura política fijándome con mucha atención a quien le pondré los votos en el futuro cercano. Me duele el pié de solo pensarlo.