Martin Bermudez Opiniones y Dudas

sábado, febrero 16, 2008

Sobre la relación con las FARC

Durante el mes de Diciembre hemos asistido al comienzo de una nueva etapa en el enfoque que la comunidad internacional hace sobre un grave problema, que aqueja a nuestra querida Colombia: la relación con las F.A.R.C. (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). Muchas han sido las opiniones sobre el estilo de las negociaciones, como así también los compromisos asumidos por diferentes Jefes de Estado en cuanto a un esfuerzo irrestricto para la liberación de rehenes. Entre marchas y contramarchas se ha logrado un primer resultado, que puede parecer magro (y de hecho lo es), pero no deja de significar un avance. Por supuesto es difícil divorciar de cualquier análisis el centro de esta cuestión: se trata de un problema político y humanitario que concierne, desde el punto de vista constitucional, solo a las autoridades colombianas, por lo menos en cuanto a la instrumentación directa de las negociaciones. Harto complejo resulta observar el límite del respeto por las decisiones de una nación soberana si se desconoce dicha soberanía desde los discursos, en algunos casos altisonantes, de alguno de los participantes. Haciendo una lectura benigna de estas intervenciones, podríamos atribuir algunas desprolijidades a la ansiedad humanitaria por la búsqueda de resultados efectivos. Aún asumiendo esta hipótesis, entendemos que en ningún momento debería olvidarse que Colombia, amén de nación soberana, se encuentra gobernada por autoridades legítimas, elegidas en virtud a mecanismos democráticos. Cuando uno ofrece ayuda, debe entender que la misma se debe atener a lo que el objeto de nuestra ayuda solicita y no a lo que nosotros entendemos que esa misma debería ser. Hasta donde se puede entender este complejo problema, las F.A.R.C. no responden a la Constitución de Colombia y, dicho sea de paso, tampoco a normas internacionales sobre Derechos Humanos. No puede explicarse de otra forma la existencia de cientos de rehenes, incluso extranjeros, que se encuentran “secuestrados” desde hace años, sin las más mínimas garantías, ni proceso alguno que valide su detención. Es probable que muchos de los reclamos y posturas políticas que las F.A.R.C. sostienen revistan cierta legitimidad ideológica; pero de ninguna manera puede justificarse la violencia intrínseca, que pone a toda una nación en condiciones de guerra interna. Las diferencias de ideas, en los sistemas democráticos, se dirimen en las urnas: no existe “ninguna otra forma aceptable”. Aún suponiendo que alguno de los objetivos que persigue esta fuerza irregular fuera legítimo, no lo son las herramientas utilizadas. Un secuestro extorsivo es uno de los peores actos criminales que se pueden cometer. Por desgracia, algunos líderes coyunturales, de discutible representatividad, empañan con sus declaraciones el brillo del esfuerzo mancomunado de muchos buenos hombres que abogan por solucionar la libertad de víctimas inocentes y la paz interna de un país. En la democracia no hay lugar para las armas. Deseo fervientemente que el proceso no se interrumpa hasta lograr la libertad del último de los rehenes; que los actores de este drama sepan mesurar sus discursos y no tener injerencia en la política interna y soberana de la hermosa Colombia y, fundamentalmente, que la lucha armada pase a la historia como un ejemplo de los errores que el hombre no debe repetir.

Vacaciones. Los mismos sueños que en la infancia.

De alguna manera las vacaciones son una forma de recuperar la infancia. Largas y calurosas siestas para los que no podíamos ir a centros de veraneo, donde la falta de obligaciones daba al ocio un placer especial. Amigos y diversión de verano, efímeros como los romances de vacaciones, nos permitían gozar de cierta irresponsabilidad justificada. Expectativa desde el momento de las navidades por saber dónde iríamos y dónde irían nuestros amigos. Cada temporada la misma rutina: el traje de baño nos quedaba chico, porque crecíamos y, al mismo tiempo, crecía nuestro gozo por lo que descubríamos de nuevo en la vida. Mi caso fue distinto, por lo menos en algún aspecto, ya que mi familia no viajaba, por lo menos hasta que cumplí once años y nos mudamos a Buenos Aires. Vivíamos en Mar del Plata. Una ciudad que parecía diseñada para que mi infancia fuera feliz. Ya desde los últimos días de clase mi madre nos iba a buscar al colegio y nos llevaba a la playa, así hasta marzo. Recuerdo la alegría cuando llegaban mis primos de Buenos Aires. Jugábamos en la calle, tranquilos, tanto como nuestros padres. Nos deslizábamos con carritos de rulemanes, desde las lomas de la Torre del Agua, por varias cuadras, andábamos en bicicleta, caminábamos hasta el puerto a ver la algarabía de la llegada de los barcos de pesca. Jugábamos en el mar, todo el día, sin haber escuchado nunca sobre la capa de ozono. Disfrutábamos, sin límites, de una de las ciudades más hermosas que conozco. Había magia en el aire de mar y la atmósfera festiva de quienes llegaban a descansar. Han pasado casi cuarenta años. La vida hizo que estuviera mucho tiempo sin volver a mi amada ciudad de la infancia. Por cuestiones de trabajo tuve que viajar, y aún lo hago, por muchos lugares del mundo. Eso me permitió aumentar en forma exponencial las posibilidades de comparar y ahora, luego de mucho camino andado, he vuelto. La veo aún más hermosa. Pocos lugares del mundo tienen un paseo tan lindo como el Boulevard Marítimo, calles anchas y arboladas, casas hermosas, jardines con flores de colores increíbles, ofertas para todos los presupuestos, excelentes restaurantes y una especial amabilidad en la atención a los turistas. El tiempo no me engañó. Recuerdo a mi padre llevándome a la punta de la escollera sur, a comer cornalitos en un precario bar, desde donde veíamos todo el puerto, Playa Grande, el Club Náutico y algunos lobos marinos, que desconociendo su calidad de “atracción turística” remoloneaban entre las rocas. En mis paseos por mi barrio, recuerdo haber visto a un hombre mezclado entre la gente, saludando y charlando con todo aquel que se acercara y a mi padre que me decía:”ese es el intendente”… Yo sentía fascinación de conocer a quien gobernaba mi ciudad y no notaba nada especial en este contacto tan cercano. El hombre caminaba, tomaba el colectivo para ir a trabajar y era querido. Trate Usted, mi querido lector, de comparar esa actitud con la de algunos intendentes actuales… Era solidario, gobernaba bien. Era el socialista Teodoro Bronzini. El intendente que recuerdo de mi infancia. Hace poco descubrí algo más sobre Bronzini, que me hizo sentir orgullo y, a la vez, entender algunas cosas: Bronzini era Masón. Mucho de la belleza de mi querida Mar del Plata se debe a él. No solo recuperé mi infancia volviendo, sino que pude acercarme más a la historia de mis Hermanos, que han ayudado a construir tantas cosas de mi tierra. Soñé en mi niñez con una Nación grande, llena de hombres justos, que entendieran el bien común como un objetivo supremo más allá de cualquier apetencia personal. Sé que no estaba equivocado. Los sueños siguen siendo los mismos.


 
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