Vacaciones. Los mismos sueños que en la infancia.
De alguna manera las vacaciones son una forma de recuperar la infancia. Largas y calurosas siestas para los que no podíamos ir a centros de veraneo, donde la falta de obligaciones daba al ocio un placer especial. Amigos y diversión de verano, efímeros como los romances de vacaciones, nos permitían gozar de cierta irresponsabilidad justificada. Expectativa desde el momento de las navidades por saber dónde iríamos y dónde irían nuestros amigos. Cada temporada la misma rutina: el traje de baño nos quedaba chico, porque crecíamos y, al mismo tiempo, crecía nuestro gozo por lo que descubríamos de nuevo en la vida. Mi caso fue distinto, por lo menos en algún aspecto, ya que mi familia no viajaba, por lo menos hasta que cumplí once años y nos mudamos a Buenos Aires. Vivíamos en Mar del Plata. Una ciudad que parecía diseñada para que mi infancia fuera feliz. Ya desde los últimos días de clase mi madre nos iba a buscar al colegio y nos llevaba a la playa, así hasta marzo. Recuerdo la alegría cuando llegaban mis primos de Buenos Aires. Jugábamos en la calle, tranquilos, tanto como nuestros padres. Nos deslizábamos con carritos de rulemanes, desde las lomas de la Torre del Agua, por varias cuadras, andábamos en bicicleta, caminábamos hasta el puerto a ver la algarabía de la llegada de los barcos de pesca. Jugábamos en el mar, todo el día, sin haber escuchado nunca sobre la capa de ozono. Disfrutábamos, sin límites, de una de las ciudades más hermosas que conozco. Había magia en el aire de mar y la atmósfera festiva de quienes llegaban a descansar. Han pasado casi cuarenta años. La vida hizo que estuviera mucho tiempo sin volver a mi amada ciudad de la infancia. Por cuestiones de trabajo tuve que viajar, y aún lo hago, por muchos lugares del mundo. Eso me permitió aumentar en forma exponencial las posibilidades de comparar y ahora, luego de mucho camino andado, he vuelto. La veo aún más hermosa. Pocos lugares del mundo tienen un paseo tan lindo como el Boulevard Marítimo, calles anchas y arboladas, casas hermosas, jardines con flores de colores increíbles, ofertas para todos los presupuestos, excelentes restaurantes y una especial amabilidad en la atención a los turistas. El tiempo no me engañó. Recuerdo a mi padre llevándome a la punta de la escollera sur, a comer cornalitos en un precario bar, desde donde veíamos todo el puerto, Playa Grande, el Club Náutico y algunos lobos marinos, que desconociendo su calidad de “atracción turística” remoloneaban entre las rocas. En mis paseos por mi barrio, recuerdo haber visto a un hombre mezclado entre la gente, saludando y charlando con todo aquel que se acercara y a mi padre que me decía:”ese es el intendente”… Yo sentía fascinación de conocer a quien gobernaba mi ciudad y no notaba nada especial en este contacto tan cercano. El hombre caminaba, tomaba el colectivo para ir a trabajar y era querido. Trate Usted, mi querido lector, de comparar esa actitud con la de algunos intendentes actuales… Era solidario, gobernaba bien. Era el socialista Teodoro Bronzini. El intendente que recuerdo de mi infancia. Hace poco descubrí algo más sobre Bronzini, que me hizo sentir orgullo y, a la vez, entender algunas cosas: Bronzini era Masón. Mucho de la belleza de mi querida Mar del Plata se debe a él. No solo recuperé mi infancia volviendo, sino que pude acercarme más a la historia de mis Hermanos, que han ayudado a construir tantas cosas de mi tierra. Soñé en mi niñez con una Nación grande, llena de hombres justos, que entendieran el bien común como un objetivo supremo más allá de cualquier apetencia personal. Sé que no estaba equivocado. Los sueños siguen siendo los mismos.