Sobre la Babel telefónica y los límites del reclamo.
La democracia, aún incipiente en algunas latitudes, ha dado lo mejor de sí en materia de gobierno con la República (Res pública= cosa pública). Ella se basa en un principio de división de poderes que busca asegurar el equilibrio entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. De esta manera, todos estaríamos representados de igual manera (por lo menos en los postulados) asegurando equidad, al menos en los valores que atañen al bien común y los Derechos Humanos se refiere. Cada nación ha promulgado su Constitución como principio básico que marque el respeto por los individuos al tiempo que asegure el “bien común”. Hasta aquí, definiciones que bien podrían ser encontradas en el viejo “Manual de Educación Democrática” de Mario Alexandre, que quienes acuñamos cerca de cincuenta años supimos estudiar en la escuela secundaria. Pero aún remitiéndonos al dudoso proverbio que reza que “la letra con sangre entra” (que ha servido para justificar miles de barrabasadas) no podremos encontrar vestigios el aprendizaje. Seguimos equivocando los límites, sobre todo a la hora de reclamar. La Revolución Francesa, en la que la sangre estuvo omnipresente, buscó definir un molde de fácil utilización: replicó los sabios ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad postulados por la Masonería. Todo derecho ejercido por los ciudadanos debía cumplir con estos requisitos de manera omnímoda; esto es: mi libertad no es mejor que la de los demás, no hay algunos “más iguales” que otros y, por sobre todas las cosas, los avances de los derechos de los individuos deben ser fraternos. Ahora bien; trate Usted, mi querido lector, de encajar las definiciones precedentes en la naturaleza de algunos de los reclamos de los colectivos laborales, aunque le adelanto, será tarea harto difícil. Utilizaré como ejemplo uno que acontece en estos días y del que soy víctima: el reclamo de los trabajadores telefónicos. Una lectura liviana (y de cierta forma irresponsable) podría ver pases de comedia en algo que puede tener un fondo de tragedia. Una persona llama por teléfono a su tía Marta y es atendida por el verdulero; marcó bien, pero el llamado está equivocado: comedia. Otra, marca el teléfono de un amigo al que no ve hace tiempo y es atendida por el portero de un albergue transitorio: comedia. Un niño tiene alta temperatura y sus padres llaman al pedíatra a la madrugada, nadie los atiende; un anciano llama a su hijo porque tiene una emergencia que no puede afrontar y el teléfono suena sin resultados y, cuando lo atienden, es insultado, queda perplejo, solo e indefenso. Un hombre llama a su familia desde el exterior, los extraña. Es atendido por desconocidos que el aseguran marcó mal, se angustia y no sabe qué pasó. Tragedia, tragedia y más tragedia. ¿Cuál es el límite del reclamo? No caben dudas de que la inflación corroe el poder adquisitivo hasta la desesperación. A todos nos pasa. Tampoco se puede discutir que los derechos de los trabajadores son valores que muchas veces deben resguardarse con medidas de fuerza, dentro de los límites de la ley. Claro que las medidas de fuerza deben cumplir con dos requisitos básicos: resonancia y validación social. Si nadie se entera del reclamo no hay presión, pero si la sociedad siente atacados sus derechos, tampoco se afianza el valor del reclamo. Sería bueno que alguien se plantee cuánto tiene de justo hacer daño a los demás para conseguir lo que se quiere. Las reivindicaciones no pueden avanzar sobre los derechos de los otros. Claro que nadie en su sano juicio admitirá el sabotaje. No sería políticamente correcto. Pero Usted no cree en las casualidades; la realidad no se lo permite. Probablemente haya llegado una vez más el momento de plantearse si el camino de la canibalización sectorial promete un futuro justo para nuestros hijos. Estamos construyendo mal y el edificio tiene grietas evidentes. ¿Cuánto más podremos seguir? Mientras tanto, cuídese de los incendios; no sea cosa de llamar al cuartel de bomberos y ser atendido en una gomería. Yo lo dejaré por hora pensando en estos menesteres mientras llamo a mi madre septuagenaria por sexto día consecutivo, a ver si esta vez me atiende ella y no el oculista del que ya me hice amigo.