Sobre los muros y el valor de la vida.
La caída del Muro de Berlín marcó un hito en la historia reciente. Hace de esto menos de dos décadas. Curiosamente, más allá de todo análisis sobre la reconstrucción del malhadado tejido social de las dos Alemanias, hubo problemas prácticos de integración que superaron en lo cotidiano al “rearme moral” que había pedido Adenauer en la post guerra. Uno de ellos, que aparentaba ser superfluo, tuvo que ver con la integración del tránsito vehicular. Los viejos “Ladas” de Alemania del este ingresaban en las autopistas alemanas de velocidad libre del lado occidental, desarrollando muy bajas velocidades, mientras que los “Porsches” y otros lujos occidentales viajaban “demasiado rápido” por caminos casi rurales, plagados de vehículos viejos y tractores. El resultado fue nefasto: accidentes y más accidentes. A simple vista se notaba que la integración requería corregir asimetrías que marcaban un desafío: el valor de la vida. Aún frente a esta tarea imposible, se logró la integración. Pero esto no solo reposó en las políticas de estado, sino que requirió del respeto de la vida como un valor humano insoslayable. El mundo se encuentra cada vez más comunicado y debe entenderse al transporte como parte de la comunicación. Salvo algún accidente infrecuente y con mucha repercusión mediática, tanto los ferrocarriles como los navíos y los aviones superan día a día los antiguos límites de la seguridad incrementando nuevos mecanismos de control y de seguridad pasiva. Sin embargo, no sucede esto con los automóviles, ómnibus y camiones. No importando el esfuerzo de los ingenieros en mejorar los sistemas de frenos, incorporar airbag, perfeccionar los amortiguadores, las luces, los navegadores satelitales (GPS) y otras maravillas impensadas hace solo unos años, el hombre sigue tensando la cuerda más allá de la prudencia más elemental. Hoy la Argentina vive una crisis en ese sentido. El último año ha arrojado cifras alarmantes de muertos en accidentes viales. Es claro que la primer reacción de cualquiera de nosotros es achacar estos guarismos a la falta de controles del estado, y puede que haya mucho de eso. Pero indudablemente no vemos el centro del problema: nuestra propia imprudencia. Pensamos como aceptable la discrecionalidad en el respeto a las normas de tránsito y no entendemos el resultado. La industria aeronáutica es segura porque se respetan las normas. Se respeta el sistema. Respetamos las señales de tránsito? Entendemos el sentido de las velocidades máximas? Si comenzáramos por acatar las normas existentes, entonces y solo entonces, podríamos revisar las políticas de estado. Lo que está en juego es la vida. Existe alguna duda sobre su valor?