Martin Bermudez Opiniones y Dudas

domingo, julio 08, 2007

Sobre la aventura de ser “público”.

Imagine Usted una situación cotidiana, en la que dirigiéndose a trabajar debe tomar un transporte público. La mayoría de la población así lo hace, cada mañana y cada tarde. Uno podría, lógicamente, creer que esto es solo parte de la rutina y no merece mayores consideraciones; suponiendo que el análisis de este acto cotidiano fuese hecho sobre la base de un transporte público de un país que tome muy en serio la palabra “servicio” y el “público” le merezca, al menos, respeto. El transporte público no es un favor que el gobierno y los ciudadanos pudientes le hacen a los que menos tienen. Forma parte vital del desarrollo económico y social y, como tal, requiere de políticas de estado enfocadas en el progreso de la nación. Claro que, como política, no debemos considerar segmentos aislados sino, muy por el contrario, el enfoque debe ser integral. Una calle en mal estado altera el transporte. Autopistas congestionadas; avenidas colapsadas; falta de estacionamientos; ausencia de facilidades para discapacitados; remises obsoletos y sin control efectivo; taxis ilegales; ómnibus y colectivos sin habilitación; choferes violando los descansos mínimos reglamentarios (e indispensables); automóviles sin luces; motociclistas corriendo en slalom; repartidores de todo tipo dándole a una pizza la misma entidad que a un traslado médico urgente; personas cruzando por el medio de la calle sin usar las sendas peatonales; semáforos descoordinados; automóviles desarrollando velocidades de clasificación de “Gran Premio”; limpiadores de vidrios y vendedores en los semáforos, entre los que se mezclan arrebatadores; colectivos bloqueando bocacalles o pisando las sendas peatonales; racimos de personas colgando de los pasamanos…la lista podría continuar ad infinitum. En vista de estas delicias de la vida en el asfalto, podría cualquiera pensar que tomar un tren es más seguro. Veamos: demoras constantes; ventanillas rotas; máquinas expendedoras de boletos sin funcionar, baños de las estaciones clausurados; boleterías protegidas como Fort Knox, con rejas y vidrios espejados, donde el boletero es solo una sospecha detrás de un reflejo; vagones destruidos y sucios; estaciones mal mantenidas en los mejores casos ; olores en los andenes equiparables a una cámara séptica; vendedores circulando por vagones atestados, voceando productos que van desde chips para telefonía celular (¿no era que había que identificar a los que usan teléfono celular por el tema de los secuestros?) hasta ¡medicamentos!, sí, medicamentos. Todo lo expuesto combinado con una reactividad ante las demoras y cancelaciones propia de criminales, que justifican incendiar un tren o una estación (ver ejemplos de Haedo y Constitución), total, el tren es de otro… Sería faltar el respeto al lector comparar este panorama con los servicios públicos de otros países. Y no se trata de hablar de estatales o privados. Frente a este escenario, el dichoso público, desprotegido por ausencia o ineficiencia de los organismos de control, que más parecen un lobby de los empresarios que lo que deben ser. Quedan ahora muchas preguntas por responder, algunas de ellas peligrosas. ¿Qué turista no se desalentaría conociendo estas falencias de nuestro país? ¿Qué persona puede mantener su autoestima sana si es sometida a estos problemas diariamente? ¿Qué trabajador puede tener un buen rendimiento si llega al trabajo luego de estas tribulaciones? ¿Cuánto tiempo pueden postergarse las soluciones y pretender ser un país serio? Otra lista interminable, pero, por último: ¿quién quiere ser secretario de transporte?


 
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