Sobre coherencia.
Clavos y herraduras (Sobre la estructura de la coherencia.) Por Martín G. Bermúdez. “Rodeado, desde la infancia, por todas las formas de la revolución, Gabriel Syme no podía menos de revolucionar en nombre de algo, y tuvo que hacerlo en nombre de lo único que quedaba: la cordura” G. K. Chesterton-“El hombre que fue Jueves”. Alcanzar la ecuación justa entre los principios y la realidad circundante. Puede parecer un desafío extenuante, y en verdad, lo es. Probablemente tenga esto que ver con una cuestión de perspectivas condicionadas por el papel que creemos tener frente a la sociedad y la humanidad toda. Pero he ahí la primera trampa, porque la perspectiva tiene que ver con el punto desde el cual observamos, y siempre tendemos a menoscabar nuestro propio papel en la sociedad. No existe nadie que sepa tanto que no tenga algo que aprender, ni nadie que sepa tan poco que no tenga algo que enseñar. Este sencillo postulado debería ser la idea fuerza que nos impulse a la acción. Sería más que aceptable traducir la cordura de la que habla Chesterton en coherencia, términos casi sinonímicos si entendemos como cordura la aplicación de los valores a los actos cotidianos. Ahora bien: la coherencia debe tener un principio basal sobre el cual construir objetivos magnos. Si nos decimos respetuosos de los valores debemos acompañar nuestra declamación con acción. No hay acciones pequeñas. La Historia encierra en sí misma mucha más enseñanza de la que vemos, llegando más allá de las simples interpretaciones de autor. Tiene esto que ver con un principio simple: fue protagonizada por hombres y, ¿qué mejor que un hombre para entenderla? Es claro que el tiempo ha sido benigno con muchos protagonistas (aunque de hecho todos lo somos) y les ha otorgado (autores mediante) una estatura mítica a señores que no buscaban ni la grandeza ni el bronce, sino un mundo mejor. De la misma manera y aceptando esa superlativa valentía de los personajes más sonados, caemos en la comodidad del espectador. Pero el mundo no es una sala de cine y por eso la sorpresa cuando (voto a la “Rosa púrpura del Cairo” y “Last action hero”) nos damos cuenta de que “protagonizamos” la película. Demasiada abulia y el interés puesto en el éxito fácil y la validación social a partir del dinero, nos han hecho perder la costumbre de admirar el prestigio. Peor aún: no distinguimos entre prestigio y fama. El prestigio no solo tiene que ver con nuestros logros profesionales, artísticos ó laborales. Casi podríamos decir que tiene mucho más que ver con nuestra conducta y, si de conducta se trata, con nuestro respeto por los valores. El solo hecho de ser honorables (solo pero el más importante) nos convierte en partes irremplazables de la construcción del mundo. Sirva para esto un ejemplo sencillo y conste que los hay de a miles. Hay un interesante video sobre capacitación en management que se titula algo así como: “El rey que perdió su reino”. En el mismo se traza una analogía entre la preparación para una batalla y la construcción de una impresionante obra de arquitectura. Las escenas cambian constantemente entre un estudio de arquitectos afamado en Londres y un campo de batalla medieval. El relato es rico y extenso pero iremos al nudo de la acción: Durante la preparación de la batalla, el herrero olvida colocar un clavo en una de las herraduras del caballo del rey (en el estudio de arquitectura una asistente coloca mal una cifra en un cálculo). La batalla se desarrolla augurando un éxito inevitable de las tropas de ese monarca (la obra se construye a pasos acelerados prometiendo un resultado magnífico). En el fragor de la batalla y a punto de alcanzar la victoria sucede lo inevitable: la herradura mal clavada se suelta, el caballo rueda, el rey cae. (A poco de inaugurar la obra se descubre un error irreparable de diseño en la construcción, los arquitectos caen en el fracaso). Caído el rey, sus tropas interpretan esto como una señal de que pierden la batalla y algunos huyen mientras otros se rinden a un enemigo a todas luces inferior. La actitud de cada hombre, su honorabilidad y respeto a los valores, su altruismo y tolerancia, su benevolencia y vocación por la justicia no son más que clavos. Ninguno puede faltar. La aplicación de estos clavos a los más pequeños actos cotidianos adquiere dimensiones épicas si entendemos que “todos” tenemos que ver con “todo”. Somos responsables de la historia y del futuro. Los indios de Norte América tienen una frase que explica bien esto: “La tierra no la heredamos de nuestros antepasados, sino que la tenemos en préstamo de nuestros nietos” En estos tiempos de escepticismo generalizado dejamos que se extiendan creencias por la faz de la tierra con demasiada facilidad. Esas creencias son funcionales a aquellos que desvalorizan al hombre y pretenden hacerlo creer que no importa como individuo, que su clavo no modifica en nada la realidad. Está muy en boga un libro de Dan Brown (Autor del “Código Da Vinci”) intitulado “Ángeles y Demonios”. En el mismo se expone una teoría que se está expandiendo en forma explosiva: todos los males del mundo son pergeñados por un oscuro grupo de poder dentro del poder llamado “Los Illuminatti”. Entiendo como necesario y oportuno volcar en estas líneas una definición del Doctor Eduardo García Rajo que considero de una claridad meridiana: “Personalmente creo que es una superchería, como los famosos Protocolos de los Sabios de Sión, la Sinarquía Internacional y otras tantas hijas de la tesis conspirativa, que en lo esencial, cumple la función de deslindar nuestra responsabilidad ante la Historia y endilgársela a fuerzas oscuras e irresistibles.” Dado que de responsabilidad histórica estamos hablando, usemos como clavos los valores y como martillo…el honor.